Alguna vez he dicho que durante muchos años me he estado lamentando al Señor de este modo: Tú has creado el mundo, nos has ofrecido dones bellísimos, has muerto por nosotros, pero no has abolido la muerte. ¿Qué te hubiera costado eliminarla? Te hubiera bastado decir: yo muero por todos; y todos habrían entrado en el más allá por una pasarela de oro.
Con el paso del tiempo he cambiado de parecer, sobre todo leyendo al teólogo Ghislain Lafont, que ha escrito libros muy bellos sobre esta temática. He llegado así a la convicción de que la muerte, efectivamente, es necesaria, precisamente proque nos permite realizar ese abandono de la fe que es en verdad absoluto y total, un salto al vacío sin red, sin ninguna salida de emergencia. Si no hubiera muerte, nunca nos veríamos obligados a realizar un acto de entrega completa de nosotros mismos a Dios; con la muerte estamos obligados a fiarnos incondicionalmente de él.
Estamos hechos de tal modo que, si bien estamos dispuestos a entregarnos, a dar nuestra vida de buen grado, retenemos, sin embargo, algo que nos permite caer de pie incluso cuando todo va mal. En la muerte, por el contrario, se trata de lanzarse sin reservas. Si lo pensáis bien, no vemos nada que nos ofrezca indicaciones que conforten nuestro abandono; vemos más bien lo contrario; tratamos de enmascarar con bellas ceremonias, pero solo se ve muerte y nada más. En realidad, en esta muerte el Señor nos llama a abandonarnos a él para darnos la vida. Y esto corresponde a la naturaleza del hombre: alcanzamos la auténtica humanidad solo cuando nos arriesgamos a creer.
Ciertamente hoy son muchos los teólogos que consideran la muerte como una condición normal, orgánica, física del hombre en el marco de la evolución; no una consecuencia del pecado original sino una condición de todos los vivientes. Pero con el pecado se había convertido en un signo de maldición y del abandono por parte de Dios, y en Cristo se hace signo y posibilidad de abandono de nosotros mismos al Padre.
Por lo tanto, si la muerte pertenece a nuestra misma estructura física y ha existido siempre, puede ser signo, no obstante, de abandono de Dios, o bien signo, instrumento, ocasión y trampolín para un abandono absoluto en Dios; y esto es lo que he nos ha enseñado Jesús rescatándonos y venciendo al pecado. Así ha estirpado en nosotros el miedo a la muerte, que si bien permanece en nosotros como un temor físico, puede ser superado gracias a la fe y a la oración.
(C. Martini, La audacia de la pasión, Ediciones Khaf, p. 168-169)
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