Imaginemos que el relato de los discípulos de Emaús habla de nosotros. Imaginemos que Jerusalén es una metáfora de los tiempos modernos, de esa época marcada por la exaltación de la razón, ebria de poder, hechizada de ideología. Supongamos que la pequeña aldea de Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén, es una figura de la tan traída y llevada postmodernidad, la época del desencanto ante los grandes relatos, el tiempo del vacío y del sordo sucederse de los días. Si el extraño peregrino se pusiera a caminar con nosotros, ¿cómo nos hablaría de la resurrección?
El relato del evangelio de san Lucas se podría convertir así en un mapa de viaje que nos ayude a transitar por nuestro “hoy”. También nosotros, al igual que aquellos dos discípulos desencantados, nos encontramos entre tiempos: abandonando la gran Jerusalén ideológica e introduciéndonos en la incierta Emaús del desencanto. ¿Y cuáles son las características de esta situación entre tiempos? El autor del presente ensayo piensa que tanto Jerusalén como Emaús, es decir, tanto modernidad como postmodernidad ofrecen una visión cerrada de la historia. En efecto, la modernidad concibe el futuro como conquista y la postmodernidad concibe el futuro como aburrimiento.
El hombre moderno quería construir su Torre de Babel, piedra sobre piedra, con el sudor del esfuerzo propio, proyectada hacia el cielo de las esperanzas del hombre. Era un futuro este de despacho. Proyectado desde las posibilidades de la realidad, con la confianza puesta en lo que el hombre puede esperar fundamentalmente de sí, este futuro era simplemente dilatación del presente. Era el futuro construido por las grandes ideologías, por la esperanza marxista, el futuro de una confianza ilimitada en las posibilidades del mercado, el futuro de unos jóvenes universitarios en el 68... Han dejado muchos muertos en el camino...
Ahora el mundo ya no confía en ningún futuro programado. A lo sumo el futuro es un muchacho tumbado en la cama, que sueña despierto con lo bien que se lo pasará el próximo sábado noche, el coche que se puede comprar si aprueba o la ilusión de un trabajo al terminar la universidad. Puede incluso que, para el postmoderno, ni siquiera exista ya el futuro. No, al menos, un futuro universalmente compartido, un futuro para todos.
El personaje extraño del relato de Emaús acontece en este escenario, también como peregrino, intentando romper la claudicación de los dos jóvenes postmodernos. Primero pregunta de qué hablan por el camino, luego escucha con humildad y, por último, comienza a hablarles. Y les habla de la historia; o mejor, del futuro. Ahora bien, no del futuro entendido como conquista, porque cuando las leyes de la resolución de la historia se han hecho claras a la mente del hombre, el futuro deja de ser tal para convertirse en pasado. Tampoco les habla de un futuro convertido en aburrimiento, ajeno a las sorpresas, anclado en el recuerdo de un pasado doloroso e irredento. El desconocido peregrino les pregunta: ¿no habrá ningún futuro absoluto lejos de aquellos que nos inventamos nosotros desde nuestra miopía? ¿un futuro que no sea el fruto de nuestro caminar hacia una meta, sino lo que nos sale por sí mismo a nuestro encuentro? ¿algo que no sea el resultado de nuestras deducciones, de nuestros silogismos, de nuestras pretensiones de una razón libre, autónoma, autosuficiente, cerrada en sí misma?
De esta manera, el horizonte del desencanto comienza a resquebrajarse y deja espacio a lo nuevo. De hecho, los discípulos del desaliento sienten el corazón arder y ponen todas sus energías en la escucha de aquel desconocido. Hay otra forma de concebir la historia: ¡el futuro como promesa! Una promesa hecha realidad desde el protagonismo de Dios. Les habla de escatología, de la posibilidad de que el absoluto de Dios venga a habitar la contingencia de nuestra historia. Ahora es posible que comiencen a reconocer al que tienen delante como al Resucitado. Se ha hecho verdad la posibilidad de que un pedazo de cielo entre en la tierra.
Pero, ¿cómo les habla si no es posible poner palabras a lo eterno? ¿cómo les dice si no es posible nombrar lo innombrable? Una vez rotos sus marcos de referencia, les enseña formas nuevas de reinventar la razón y de provocar al pensamiento. Más allá del concepto, están la narración y el símbolo. Y ello porque lo simbólico y lo narrativo se muestran como el horizonte de sutura entre la eternidad y el tiempo, entre la trascendencia de Dios y la inmanencia del hombre. Hay espacio para un reconocimiento del futuro como promesa. Delante de ellos acontece lo que el ojo jamás vio, lo que el oído nunca oyó… lo que la mente jamás se atrevió a pensar. En la lógica de la presencia y de la ausencia, de la manifestación y el ocultamiento, del ofrecimiento que sólo se hace efectivo en un mayor retraimiento… está Él, el Resucitado.
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