Eran dos grupos de hombres bien distintos: unos, los discípulos, desarmados, con no más fuerza que la de la razón cordial, mezcla de afecto y de miedo, sintiendo la necesidad de salvaguardar al Maestro o, sin saberlo del todo es esos momentos de tensión, de protegerse entre ellos mismos en medio de la noche; otros, los soldados, con la razón de la fuerza que les llevaba a ser impetuosos y fieles cumplidores de unas órdenes con las que posiblemente no estuvieran de acuerdo pero que no tenían más remedio que acatar. Conocían a Jesús de sobra, le habían visto y oído; de Él se hablaba en las centurias a cada paso y había sido muy comentada, no sin sorna, la curación del "amigo del centurión". Se limitaban a obedecer. En pocos minutos se desarrolló una tensa escena de prendimiento nocturno, una de tantas de las que se han repetido en la historia, pero esta iba a tener una significación especial y de ella, pasado el tiempo, los discípulos mismos dieron buena cuenta y la tuvieron que sufrir en sus propias carnes.
Juan me contaría más tarde la valentía de Pedro y cómo el Maestro actuó con aquel sentido de no enfrentamiento directo, de cuidado y actuación pacífica en medio de la violencia más extrema. Siempre me pregunté, pasado el tiempo, cómo aquel criado -Malco, a quien todos conocíamos por estar siempre comprando por el mercado y merodeando por la explanada del Templo a la caza de noticias- no fue a testificar a favor de jesús después de haberle cortado su oreja. Un cobarde más -no sé si le puede llamar así-, como yo, en aquella noche decisiva.
Yo sudaba de miedo, de rabia, de impotencia, aferrado a una de las ramas del olivo. Después de todo no era más que un muchacho de apenas dieciséis años, escapado de casa en la noche por la llamada de un amigo, que estaba más involucrado que yo en toda aquella causa del nuevo profeta. Todo mi cuerpo temblaba.
(...) Yo también salí corriendo. Uno de los soldados intentó agarrarme. Corría, corría. La sábana se me enganchaba en arbustos y bajos matorrales; en uno de ellos quedó trabada como diciéndome: "no huyas, cobarde". Quedé desnudo. Los claroscuros de la luna, asomándose entre las nubes, iluminaban mi loca carrera llena de miedo, mis zancadas atrabiliarias, mi pecho jadeante, mi sudor frío. Sí, sí, me decía, no es el momento de ser valiente. Tropezaba con piedras y terruños.
(J. A. SOLÓRZANO, Sijor, el cómplice, E. Khaf, pág 27-28)
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